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¿Fin del cine o cambio de phylum? Hacia una teoría

de la imagen performativa*

No obstante estas contrariedades, la propia autora destaca que, entre fines de la década del ´50 y principios de los ´80, se vivió un renacer cinematográfico que define como una verdadera “edad de oro”. Iniciado por los directores italianos de posguerra, y abarcando no sólo la geografía de Europa Occidental, apareció una nueva vanguardia dispuesta a poner en la pantalla películas experimentales, que encontraron en los festivales en expansión y las revistas de aficionados un ámbito propicio para su desarrollo.

 

De modo que, si es cierto que a partir de los ´80, según la autora, el cine vuelve a atravesar una severa crisis, ello no significa que no pueda, como en las anteriores, superarla. Más aún teniendo en cuenta que la principal causa que Sontag destaca como aquella que la provoca, “el catastrófico aumento en los costes de producción [...] que afianzó la reimposición mundial de los criterios industriales de realización y distribución de películas a una escala mucho más coercitiva” (Ibíd.: 142), se ha revertido a partir del desarrollo de tecnología económica de alta calidad.

 

Pero lo que más le preocupaba a Sontag de la situación decadente en la que encontraba al cine era la relación que con él establecían los espectadores. Walter Benjamin había destacado la importancia de los nuevos modos de vínculo que el cine generaba, afirmando que “la reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa para con el arte” (1994: 44). Pero, mientras el filósofo de Frankfurt destacaba la precisión que el cine ofrece, enriqueciendo el mundo perceptivo, y abogaba entonces, por una “interpenetración recíproca de ciencia y arte” (Ibíd.: 47), la pensadora norteamericana se interesa, al contrario, por el componente emotivo, señalando que ése es al mismo tiempo su rasgo más distintivo y lo que estaría desapareciendo. Aquello que observa Sontag como algo sin retorno, entonces, es esa relación pasional, llamada cinefilia, que brindaba a sus fanáticos un modo de ver el mundo, caracterizado por “la maravilla de que la realidad podía transcribirse con tan mágica inmediatez” (Op. Cit.: 138). Si se pierde ese amor del espectador con el cine, no importa si se siguen haciendo buenas películas, el cine estará muerto. Sin embargo, la autora sostiene que 

 

es allí mismo donde reside su posibilidad de salvación, porque “si el cine puede resucitar, será únicamente gracias al nacimiento de un nuevo género de amor por él” (Ibíd.: 143).

 

Dieciocho años después de la redacción del texto de Sontag, se pueden esbozar algunas respuestas a los interrogantes que en ese entonces planteaba. Por ejemplo, a su pregunta de si podrá Aleksandr Sokurov “recaudar dinero para seguir haciendo sus películas” (Ídem), cabe responder afirmativamente. El director ruso produjo desde entonces sus mejores películas, como Mat i syn (1997), El arca rusa (2002) o su tetralogía del poder Moloch (1999), Taurus (2001), Solntse (2005) y Fausto (2011). Todas ellas fueron realizadas haciendo uso de los más diversos recursos tecnológicos y artísticos, logrando, en algunos casos, no sólo el reconocimiento de la crítica especializada y premios en los cada vez más numerosos festivales, sino una amplia difusión en las salas comerciales.

 

Que el cine no ha muerto sino que se produjo “el fin de un modo de ver el cine” (2009: 115), es la conclusión a la que también llega Gustavo Aprea, luego de hacer una revisión de la historia del cine y un análisis de su estado actual. Se coloca, así, en una posición similar a la que, en el marco del debate sobre la muerte de la televisión, Mario Carlón resume como la de los que afirman que “la televisión no está muerta ni muriendo, sino entrando en una nueva fase” (2012: 44). Desde esta perspectiva, lo que Sontag define como la muerte del cine no es sino la del cine moderno, precedida por las muertes del primitivo y el clásico, que da lugar al surgimiento de un nuevo cine, el contemporáneo. Sus características son, según Aprea, compartir el espectro de circulación con otras tantas imágenes no cinematográficas y haber dejado de utilizar la sala oscura como su ámbito privilegiado de exhibición.

 

Ante la disolución de los medios masivos, el cine deja de ocupar un lugar central, lo que no lo lleva a desaparecer, sino a transformarse. Se exacerba, a partir de entonces, la polarización entre las grandes producciones y las de pequeña  escala ,  pero no en desmedro  d e las  segundas,  que  se  benefician 

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