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¿Fin del cine o cambio de phylum? Hacia una teoría

de la imagen performativa*

La cámara lo muestra así leyendo, tirado en la cama, disponiendo las cartas sobre el piso y caminando sobre ellas, mientras, de fondo, la música le da continuidad a los distintos niveles del discurso. Son sus propias preocupaciones las que allí aparecen, cuando se comunica con su esposa y sus hijos, conversando con ellos a través de la computadora. Sutilmente, la pregunta sobre su padre se desplaza hacia su propia condición de padre. Goury confirma que esta cuestión estaba en el origen de este segundo documental: “Me casé, tuve hijos, y tal vez es debido a mi propia situación personal que tenía que referirme a él de nuevo y preguntarle “¿Qué es ser un padre?”, “¿Qué clase de padre eres y qué clase de padre tengo que ser?”. Así que hice una película tal vez para tener respuestas a estas preguntas” (2013).

La dificultad para encontrar respuesta a esas preguntas está marcada por la falta de relación con un padre que, sin embargo, como él mismo lo dice en el documental, lleva su propia sangre. ¿Puede dar algo quien no recibió nada? ¿Qué relación existe entre la institución y los hombres que la ocupan?

 

El planteo de Goury sobre la institución paterna puede ser remitido a la tesis que Ernst Kantorowicz formuló como perteneciente al funcionamiento de la monarquía, indicando que existen, en el rey, dos cuerpos, uno que se corresponde con la investidura y otro, que es el de cada individuo que ocupa ese lugar. De manera que “el rey investido sobrevive al rey biológico, mortal, expuesto a la enfermedad, a la demencia o a la muerte” (Bourdieu, 1985: 115). La película de Goury pone en evidencia la existencia de un doble cuerpo paterno. Aquél que configura la investidura, que todo padre debe asumir, y otro, el biológico, que se corresponde con el de cada individuo que ocupa esa posición.

La confusión entre estos dos cuerpos se presenta en el documental en aquellas ocasiones en las que aparece la posibilidad de identificarse con el cuerpo de su padre muerto. El sonido de una música en el cuarto ajeno, unas uñas pintadas de una mujer asomando por el balcón vecino, y la intención de abrir la puerta de al lado, son señales que Goury sabe captar en cada momento. La habitación del hotel se convierte, entonces, en un espacio incierto, en el que, si es verdad que nada sucede, las posibilidades se abren al acontecimiento, lo que plantea la alternativa de no regresar nunca a su hogar.

Pero una ventana que se abre y dispersa las cartas, indica que no es ése el motivo por el que está ahí. Goury toma una lapicera y escribe una carta a su familia, diciéndoles a sus hijos lo que nunca su padre le dijo a él. Si vine hasta donde él estuvo, dice al final de la película, no es sólo para seguir su huella. Es para borrar la suya, dejando la mía.

El viaje, entonces, funciona como un conjuro. La ambigüedad de esta palabra consiste en que produce, al mismo tiempo, un doble movimiento: funciona convocando, en un primer momento, sólo para hacer expiar luego a aquello que ha sido convocado. Del mismo modo, la habitación del hotel es invadida por el fantasma de ese padre ausente, para poder expulsarlo de manera definitiva, en vistas a su propio proyecto familiar.

 

Goury deja de leer, entonces, esas cartas que no fueron dirigidas a él y que están escritas en un lenguaje que no comprende ni quiere aprender, porque, dice, es lo que le permite mantenerse alejado de su padre. Esta sentencia final revela que aquello que tenía su foco central en la institución familiar y la figura paternal, esconde un planteo identitario, que remite a la cultura árabe de la que forma parte como un heredero, pero viviendo en un país occidental. A ello se refiere cuando menciona sus excursiones por el desierto, que siente ajeno y que lo agobia por su calor, y que siguiendo a mujeres con velo, solo podía compartir con ellas el perfume que emanaba de sus cuerpos.

 

Pero, sobre todo, adquieren toda su dimensión esas largas tomas que Goury registra desde la ventana de su hotel, orientadas hacia la ciudad. Desde donde está, se perciben contrastes permanentes entre el movimiento y lo que permanece fijo: los autos atravesando la avenida con un andar continuo o algún transeúnte que es seguido en su paso, chocan con la quietud de los imponentes edificios. Lo mismo sucede en las noches, cuando un juego de luces avanza y retrocede sobre los rascacielos que tantas veces se han mostrado inmóviles. Tanto la Al Hamra Fidrous Tower como las Kuwait Towers son el eje que se persigue y se busca eliminar a lo largo de todo el documental, dejándolos atrás al final, cuando termina el viaje y se los ve desaparecer por la ventana del auto que lleva a Goury al aeropuerto.

Así, por un lapso de tiempo, el director habita una ciudad y una cultura que, siéndole ajena, no deja de serle propia, lo que se expresa con claridad en el fundido encadenado que hace surgir las calles de Kuwait de su propio cuerpo. Este mismo lenguaje metafórico aparece cuando un avión parece penetrar la cortina que con su forma reproduce la torre Al Hamra, remitiéndose al fatídico 11 de septiembre de 2001, día internacional de la discriminación hacia el pueblo árabe. Casualmente, 11 de septiembre es la misma fecha en la que falleció su padre, dato que es presentado fríamente por el director hacia el final de la película.

 

 

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